Desde que lo devoré a principios de verano, este libro no se me va de la cabeza. Y, aunque, luego he querido reunirme con la misma sensación que me sacudió en Trenes rigurosamente vigilados, exquisito también, pero de otro modo, el carácter singular, íntimo e impactante permanece en mí después de tantos meses.
El protagonista, Hanta, y alter ego, dicen del autor, aunque para mí todo esto no son más que charlatanerías filológicas, es un personaje solitario y absolutamente solo, que trabaja recogiendo libros y cuadros olvidados y prensándolos para reutilizar ese papel.
En la extraña belleza de unos despojos de altísimo corte estético, juega a destrozar y mezclar las más refinadas obras de arte y el pensamiento más hondo o la prosa más delicada...
En una profesión a caballo entre la manufactura y lo mecánico, la deconstrucción y el reciclaje moderno, como destrucción re-creativa, no sé qué me conmueve más: si los hitos y lecturas culturales que serán reunidos para su destrozo, mientras el mundo sigue girando; si la soledad de un hombre, mientras transcurren sus días sin que nadie le eche de menos o le alcance un afecto próximo; si el desorden y descuido de un entorno que no espera ninguna visita, o la añoranza de una hembra, cuyo calor le llenaba por las noches y que, al desaparecer, se llevó consigo su nombre, recuerdo imposible para el protagonista, abrumado entre tanta lectura sublime.
Borracho de cotidianidad y, al tiempo, con una desbordante vida interior, terminará el libro con el fin máximo de sus trabajos y sus días...y de manera conmovedora y brutal con el recuerdo de aquel nombre de mujer, único calor animal, tierno e inmenso, entre tanta obra humana al límite de lo indecible...
Los recuerdos...¿se podrían, a su vez, reciclar?...